Elisenda Romano Díaz
“Doña Juana”
Elisenda Romano Díaz (Las Palmas de Gran Canaria, 1994) es graduada en Lengua española y literatura hispánica por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y posee un máster en Formación de profesores de español como segunda lengua. Ha ganado el primer premio del concurso XLIII Félix Francisco Casanova 2019 modalidad relato corto y dos segundos premios: III Concurso de Guiones de Teatro Mínimo Antonio García Cánovas en 2017 y Premios Creatividad de la ULPGC, modalidad de relato corto Hermanos Millares Cuba en 2015.
Además, sus textos han sido seleccionados en antologías de microrrelatos, entre ellas, III Sabor Literario Ciudad de Gáldar. Colectivo Tagoror 2015, y ha publicado relatos en varias revistas culturales como Cultura Colectiva (México), Extrañas Noches (Argentina) y Furman 217 (Estados Unidos). Actualmente escribe para Letras y Poesía y forma parte de la asociación cultural Cultura a Muerte.
Doña Juana
Juana, la troia, Juana, la borracha, y Juana, la casquivana, son todos sus epítetos embutidos en un traje de seda negra. Yo creo que es su mirada de gata y su paso de leoparda lo que provoca que la miremos al entrar en el apartamento de la señora di Marzio. Todos la deseamos, porque ella en sí, aunque vieja, sigue siendo la misma doña Juana que antaño abandonó Sevilla.
—¿Por qué se fue? —pregunta mi amigo.
No le respondo. La saludamos. Su boca huele a ginebra y los ojos le brillan con un resplandor animal. Doña Juana es como un país, es la matria de los muchachos. Dicen que media Italia se ha perdido entre sus muslos, pero todos fingen que no lo saben.
—¡La doña Juana, menuda fresca! —gritan por algún rincón del salón.
No escucha, o no le interesa, está muy ocupada lanzando sus ojos a las alfombras persas, los techos altos con lámparas de cristal y los bustos de escayola. Avanza por el tumulto de personas que se contraen en un baile espasmódico. Luigia di Marzio entra en escena y baja la escalera principal vestida de rojo. La llamaban «la Ekberg» hasta que llegó doña Juana y se lo quitó todo.
Avanzamos a través de la sala. El DJ está drogado: los ojos le giran en blanco y repite el mismo movimiento con los brazos. La gente se agita, se tambalea, se desploma y cae por el piso, los que todavía siguen en pie se llenan las bocas de champán.
Juana nos ve llegar y asciende por la escalera cogida del brazo de Luigia. Las seguimos, pegados a sus cuerpos, como si fuésemos sus propias sombras. La escalera de caracol me recuerda mi estado de embriaguez. Cuando estás lleno de Martini, ves la vida en blanco y negro, como en una fotografía de Helmut Newton, en la que las mujeres son de terciopelo.
Luigia abre una puerta blanca y entramos en un baño de azulejos negros. Poco a poco, las dos mujeres llenan la sala con el candor de las velas, que se convierten en la única fuente de luz. Nosotros nos sentamos en el suelo en un corro infantil o, quizá, a modo de pleitesía a las dos diosas. Luigia le abre la cremallera del vestido a Juana, y ella hace la imita. El roce de las telas se mezcla con el rumor del agua que llena la bañera. El olor de cera derrita penetra mi cuerpo como si fuera el aroma de sus pieles, deshaciéndose con la fricción de sus labios. Miramos con ojos ávidos hasta que sus cuerpos se funden en el agua. Luigia me observa con sus ojos de gata revirada. A veces dudo que sea humana, a veces creo que ha nacido del agua del mar de Chipre o se ha desprendido de una de las pinturas de Boticcelli. ¿Por qué me mira? ¿Quiere que vaya? ¿O quiere que me vaya?
Me quito la corbata y desciendo mis dedos por la camisa sacando los botones hasta que me percato de que todos hacemos lo mismo porque creemos que somos el elegido, pero esa bañera es demasiado pequeña para los tres. Decido que soy yo el que va a narrar esta historia y me siento en la silla, un trono de madera blanca con acolchado de terciopelo negro. Los cuerpos de mis amigos son de azúcar moreno en la oscuridad. Se entrelazan entre ellos en una danza de sombras. Todo ocurre bajo el agua. No veo nada, pero lo escucho todo: escucho la agitación de fuera tan bien como la de dentro. Termina lento. El agua reboza la bañera y cubre el suelo azulejado. Juana se ha puesto a mi lado, posa sus labios en mi mejilla y bebe mi piel como si fuese un vaso de anís. No sé ni en qué momento salió del agua. Apoya su barbilla húmeda en mi hombro, abre los labios y me susurra al oído una pregunta que me da miedo responder.
—Soy frágil —le digo.
Su boca se acerca a la mía y me rompo en el segundo antes de un beso. Me inclino, estiro la espalda y llego a sus labios carnosos que me reciben tostados por el carmesí de su pintalabios.
Una vez, escuchamos que don Gonzalo se mató porque Juana abandonó Sevilla. No soportaba que ella nunca le hubiese amado. Hay personas que están hechas de espuma de mar y las olas se las beben; hay hombres que se dejan arrastrar por las corrientes y se rompen, como una vela, al mínimo soplo de aire.
La puerta se abre. La habitación ya no es blanca y negra sino de color fiesta. Entran dos individuos, una se agacha y vomita. Luigia se levanta de la bañera y les grita. La gente se remueve a mi alrededor y me llenan de ruido. Juana vuelve dentro, se sumerge hasta la espalda que permanece como un islote a flote. El baño apesta a inmundicia. Estamos solos, Juana, el vómito y yo. Me giro y lo bordeo hasta llegar a la puerta. Me vuelvo para mirarla. Cuando un adulto tan viejo llora, sabes que es un llanto que nunca encontrará un abrazo. Me voy de la habitación, abandono el edificio, camino por las calles de toba antes de llegar al hotel donde me escondo.
Lo último que supe de Juana es que volvió a Sevilla el 31 de octubre. Había invertido todo su capital en marcharse de Italia. Se paseó vestida de rojo por el centro histórico. La tentación de volver a ver Triana, la Giralda y el Guadalquivir le devoró el corazón. Solo las farolas la seguía, titilando, vetustas y arqueadas. Sus tacones hacían eco por la calle y acallaban cualquier maullido de gato, vuelo de cucaracha o paso de hombre. Su paso atronador martilleó los adoquines hasta que se encontró con el río… Nunca se supo si Juana se arrepintió de sus pecados, si es que tuvo alguno aparte de nacer mujer.