Erasmo José Benítez Baquero

Síntesis biográfica.

Erasmo José Benítez Baquero, nace el 29 de abril de 1981, en la ciudad de Valencia, Venezuela, comparte su vida entre la segunda ciudad más grande e industrializada del país y los llanos venezolanos, lo que le proporciona un conocimiento bastante amplio de su cultura, historia patria y tradiciones.

Desde muy niño y por incentivo de sus padres, se interesa por la lectura, convirtiéndose con los años en un ávido lector, estudia letras en bachillerato y posteriormente filosofía en el Seminario Arquidiócesano Nuestra Señora del Socorro de Valencia, por muchos años se dedica a la política, fue profesor en dos instituciones educativas, emprende negocios y en 2016 se aventura a escribir su primera obra, El hombre que se topó con el río, luego en 2017 escribe Un amor por descubrir, en 2018 Don’t Let me Down, en 2019 La Estudiante y en 2020 migra a España, donde actualmente vive.

En 2022 comienza a reeditar sus obras en España iniciando con La Estudiante y posteriormente y en proceso de salir al mercado Un Amor por descubrir.

Quizás, quizás, quizás…

Viviendo yo en Tuy, tenía como costumbre dar paseos en bicicleta para conocer todos sus lugares y zonas colindantes. Una tarde, mientras revisaba mi mapa observé un lugar que llamó especialmente mi atención por su nombre: Caldelas de Tui, me sugería aguas termales, por lo que decidí visitarlo. Antes de emprender el camino busqué con el móvil las posibles rutas. Me decanté por una que partiendo de la parroquia de Randulfe, donde vivía, me llevaría a recorrer parte del casco viejo hasta toparme con A Ponte da Veiga, donde haría un muy pequeño tramo en carretera para luego coger un desvío hacía la playa fluvial de Areeiros y desde allí seguir toda la senda que me permitía ver a uno de sus lados gran parte del río Miño y del otro, el bosque gallego repleto de colores de otoñales, dos imágenes que poseen una belleza incomparable.

El recorrido completo hasta Caldelas me llevó aproximadamente 45 minutos; lo hice sin prisa, yendo despacio y con la calma que me exigía el deseo de disfrutar del paisaje que se extendía hasta donde diera mí mirada. En varias ocasiones me detuve para hacer alguna foto. Cada pedalada me generaba un placer único.

Una vez en mi destino, estuve alrededor de una hora recorriendo el pueblo y sacando algunas fotos de su iglesia, de una abadía, de algunas fincas con sencillos, pero bonitos viñedos y de las pozas de aguas termales por las que el pueblo recibió antaño su nombre. Cuando sentí que había visto suficiente, cogí mi bicicleta y comencé el camino de vuelta.

Ahora todo me parecía diferente, al estar poniéndose el sol y ver el camino desde otro ángulo, los colores cambian y las formas también. La luna ya podía apreciarse, ella teñía el cielo del morado propio de la noche. No tardé en tener visible el río, acercándome por segunda vez durante aquel día a la playa de Areeiros, me sentí tentado a bajar a su orilla y tomar unas últimas fotos desde esa perspectiva, ahora con otra luz, captando también desde allí, una distante pero muy buena imagen de la catedral de Tuy, que distante pareciera más un castillo que un templo.

Retomado el camino a casa escuché algo que llamó enseguida mi atención, el canto triste de una mujer, que parecía acompañado por una tenue música que brotaba de las aguas del río.  Mi curiosidad innata me hizo dar la vuelta y acercarme a la playa para ver de qué se trataba; me acercaba despacio y aquel lamento se fue volviendo más cercano a mis oídos, eclipsándome e invitándome a su origen.

Desde la carretera, en la intersección que daba a la playa, observé la orilla y pude divisar a una mujer, hincada, dejando reposar sus caderas sobre sus tobillos y pies, lavando a mano lo que parecía una sábana, manchada de un color, que, en la oscura noche parecía rojizo. La observé por un instante y, aunque a primera vista me pareció inofensiva, un extraño escalofrío recorrió mi espina dorsal, haciéndome sentir, no miedo, pero si la necesidad de irme sin perder tiempo de aquel lugar. Minutos después y agotado, llegué a casa, sin poder sacar la imagen de la mujer de mi cabeza.

A la mañana siguiente, desayuné y me fui raudo al casco viejo de la ciudad; estando en la Plaza de la Inmaculada vi, reunidos en uno de los bancos dispuestos para sentarse, a un grupo de hombres de edad avanzada, que siempre estaban allí los domingos. Me acerqué a ellos sin conocerles, para contarles mi historia y tal vez, a través de ellos, tener una mayor claridad sobre lo que había visto, quería saber si era algo habitual de las ancianas de la zona. Les explique dos veces con lujo de detalles los hechos, para que pudieran dar un poco de luz al asunto. Ninguno supo decirme nada en concreto, al parecer aquello era raro, pero hubo uno que soltó:

Era unha lavandeira o que escoitou.

El resto guardó silencio al escucharlo, yo no hablo apenas gallego, pero entendí perfectamente sus palabras ─era una lavadora lo que escuchó─, y sin entender a qué se refería guardé el mismo silencio que los otros, esperando que dijese algo más.

Asustarás ao rapaz, seguro que era unha muller, bebendo e cantando─ le increpó otro de ellos.

Y luego me dijeron que aquello no era nada, que no me rompiera la cabeza y también que no era bueno andar de noche por esas carreteras. Sin embargo, la sentencia del primero y la increpación del segundo a su respuesta, me dejó intrigado y quise saber qué quería decir con que había sido una lavadora o lavandeira.

 Así supe de una leyenda muy popular en tierras gallegas y otras pocas zonas de España: la de las lavadoras, espíritus femeninos con la capacidad de definir el destino de quien se tope con ellas; las habladurías que giran entorno a ellas, indica que suelen aparecerse en lavaderos o a orillas de ríos, allí lavan las sábanas blancas manchadas de sangre producto de la pérdida de sus hijos en el parto. Se las ve vestidas de negro y en la mayoría de los casos aparentan ser ancianas, que se quejan con llanto o entonan melodías que encantan a quienes las escuchan, invitándoles a acercarse al lugar en el que están, una vez allí piden  ayuda para escurrir la sábana que lavan, el negarse a hacerlo puede traer como consecuencia una maldición de por vida; también se dice  que, de aceptar ayudarlas, hay que exprimir la ropa en sentido opuesto al que lo hace la lavandeira, de lo contrario se correrá con la peor de las suertes, morir ahogados allí mismo.

 Como en toda leyenda, existen distintas versiones de la historia, que al final coinciden en lo que desean transmitir.

Al día de hoy no sé qué fue lo que vi, si una lavandeira o una mujer de carne y hueso, pero estoy en Galicia, tierra de meigas, así que quizás, quizás, quizás…